Mirarse a los ojos.

Quizá los viajes en tren invitan a reflexiones
porque visitamos con la mirada
esos lugares arbitrarios
que no habíamos visto nunca.
Hasta que llega un túnel
y el cristal se viste de negro,
haciendo que nos encontremos con nuestro rostro,
ese que estaba atento a lo que veía allá fuera.
Y entonces nos miramos a nosotros mismos,
y el reflejo nos devuelve nuestra mirada. 
Esa que nos parece tan extraña,
esa que no estamos habituados a observar.
Porque nuestros ojos rara vez se observan, sino que observan la mirada de los demás. 
Y entonces pensamos en esa vez que alguien nos dijo que teníamos una mirada bonita.
O misteriosa,
o penetrante,
o imponente,
o ligeramente altiva. 
Aunque quizá eso pasa cuando miramos a los demás,
que nuestros ojos añiles, turquesa u ocre se tiñen de juicio,
de desconfianza,
e incluso de miedo.
A veces, sin darnos cuenta,
así es como miramos a los demás.
A veces, sin darme cuenta,
así es como miro a los demás:
como me miro a mi misma
(con juicio, desconfianza y miedo).
Y de nuevo, nuestra mirada vuelve a esfumarse con el sol que nos devuelve el camino de ida, o de vuelta, o quién sabe de qué porque nunca se llega a saber en cierto modo si se vuelve, si se regresa, o si se acaba de llegar.
A dónde vas cuando regresas, de dónde vuelves, cuándo retornas o cuándo terminas de irte. De los sitios, de las personas, de los corazones, supongo que uno se va, uno se esfuma igual de rápido que cualquier destino en tren de alta velocidad.
Pero de lo que no hay duda es que la vida, como un viaje en tren, siempre es un camino hacia delante, y que, durante ese viaje, rara vez miramos hacia dentro como rara vez aparece nuestro rostro reflejado en el espejo en un viaje a Madrid.
Que en ese viaje a veces fijaremos la mirada y disfrutaremos del paisaje pero repentinamente vendrá un túnel negro, en el que no quedará
más
remedio
que
mirarse
a
los
ojos.

 

Fotografía: Alexander Pleshakov

Música que suena: The Plug (Bonobo)

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