El amor es artesanía.

 

El otro día mi padre me dijo, mientras se le enganchaba un insecto zapatero en la bota, que no iba a matarlo pues es de los mejores amigos del agricultor.

Me dijo eso y también me enseñó a pelar almendras. Y, ahora, acordándome de eso, pienso en que esas cosas, tan sencillas como apacibles, son las que me quedarán cuando él no esté.

¿De qué voy a acordarme cuando él no esté sabiendo que, desgraciadamente, no estará para siempre conmigo en este mundo (aunque hay personas que ojalá fueran eternas)?

Seguramente me acordaré y le diré a mis nietos y nietas (si los tengo) que mi padre solía decir que los insectos zapateros son los mejores amigos del agricultor (si uno de ellos se engancha en mi zapato) y les enseñaré a pelar almendras (si es que alguna vez tengo un almendro).

Porque yo creo que cuando se va la gente, queda eso. Quedan los consejos que nos dieron, las historias que nos contaron o las canciones que nos enseñaron, independientemente de si eso parecía importante en ese momento o no.

Y de los amores perdidos ¿Qué queda? Porque el principio del amor que comienza en nuestras entrañas (como si cien zapateros se agarrasen a una bota) se va esfumando paulatinamente y después queda ese fruto de almendra que debemos ir pelando capa por capa hasta llegar a lo más profundo (si es que acaso se llega).

Para encontrar ese fruto profundo, tierno y virgen hay que dar martillazos contundentes en la superficie, pero más amables conforme nos acercamos al núcleo. Como cualquier artesanía: el amor lo es.

El amor es una artesanía.

Aunque en estos tiempos es demasiado difícil encontrar quien esté dispuesto a esmerarse cuidadosamente en una labor artesana. Demasiado difícil, demasiado imposible. Ni yo misma soy capaz, por mucho que lo intente, por mucho que yo quiera.

Solo nosotros sabemos nuestros pesares.

Y de lo que nos acordaremos sobre los amores perdidos no lo sé. Aunque seguro que será más dulce si sabemos encontrar el fruto que comer y el amigo insecto al que agarrarnos.