El cubo de Rubik


El otro día vi a una niña jugueteando con un cubo de Rubik en uno de los asientos del metro. Cuando me percaté de que podía resultar grosero el hecho de no quitarle ojo de encima, ya era demasiado tarde, no podía controlarme.

La concentración de la pequeña me tenía tan fascinada que no podía dejar de contemplarla. Me producía una terrible admiración. Ella -rodeada de tanta pantalla y tanto móvil- seguía embaucada en la persistente necesidad de completar el rompecabezas. Por un momento, tuve la sensación de que nos rodeó una corriente de humo que hizo desaparecer al resto de personas que se encontraban a nuestro alrededor, dejándonos solas y encerradas en la búsqueda del desciframiento. Pensé entonces en las pocas cosas que hacen que logremos esa concentración. Esa capacidad de estar absortos y adentrados en una actividad, sumergiéndonos por completo en ella. Esa sensación de enajenación positiva que tanto buscamos y nos cuesta encontrar.

La niña era tan joven (unos 10 años) que anduve un tiempo buscando desesperadamente un padre/madre/tutor legal que estuviera a su cargo. La preocupación se esfumó unos minutos más tarde cuando llegamos a Sol y la niña se puso en pie junto a dos mujeres que estaban frente a ella. 

"Ahí están, son ellas" -pensé-

La mujer adulta se dirigía a la salida mientras abrazaba a la pequeña, que guardaba su destartalado (y aún incompleto) cubo de Rubik en uno de los bolsillos de su abrigo.

Fotografía de Patricia Rhapsody

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