LA FRIALDAD DEL AGOSTO


Una madre se asoma preocupada ante la ausencia perenne de su hijo.

Él se aleja en un Seat blanco de matrícula inalcanzable para mi vista llevándose consigo la agonía de su madre.

Una conversación de balcones; risueña, tierna y castiza con mi tía, la cual intenta congelar el momento dentro de su pantalla de móvil para hacerlo eterno, imborrable, duradero.

Quiere que permanezca en su memoria, con la intención de recordar el momento y que las lágrimas broten de sus ojos por la nostalgia de no poder abrazar ese instante.

Y llenamos nuestros silencios con pesares, como cuando paseas con alguien y de pronto te percatas de que estás en silencio porque ambos pensáis en vuestras cosas.

Una ventana con luz lejana, tardía como el atavío de una tarde de verano.

Quedadas con gente que me habla de su tristeza y que en ocasiones, por momentos da la sensación de permanecer estancada.

No parece que haya pasado el tiempo, 

no parece que haya pasado nada.

Sin embargo las arrugas crecen, se multiplican y el día de ansiedad se perpetúa. 

-No es para siempre- me digo, entre el imperturbable foco amarillento que desprende la noche albaceteña. 

¿Quién dijo que solo por el día veíamos colores cálidos?

Y demando -o te vas tú o me voy yo- y pido a la soledad que nos marchemos juntas, que he estado demasiado acompañada.

Me viene, pero menos. Lo controlo, pero más. Ya sé.

Aunque a veces se me escapa de las manos.

ShZ.

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