TORTILLA DE PATATAS
Francesca Woodman. |
Caminaba tranquilamente por la
calle San Bernardo en dirección a casa sujetando un envase de media tortilla de patatas que había
comprado en Ahorra más para cenar. Sin darme cuenta, me acercaba hacia una
especie de camping lleno de gente preparándose para dormir en
la calle, a lo Skid Row de la ciudad de Los Ángeles. Me percaté de que una chica me miraba mientras
se dirigía hacia su
lecho nocturno, formado por una manta y dos
cartones blandos. Llegó rápidamente a él para taparse. Me partió en dos
cuando de pronto las comisuras de sus labios se alargaron y me mostró una
sonrisa.
Fue como una explosión dentro del pecho.
No llegué a sentir si respondí con
reciprocidad a esa mueca. Así que seguí hacia delante dos pasos más hasta que
me di cuenta de que en mis manos -inertes por el frío de la noche- estaba
aquella mitad de la tortilla de patatas que había comprado por el módico precio
de 2'5 euros en Ahorra más. Me arranqué mis auriculares de las orejas y
me dirigí hacia ella.
-Hola, tengo la mitad de esta
tortilla de patatas ¿quieres
quedártela?.
-Vale.
Cuando retomé el camino a casa, inevitablemente, mis ojos se pusieron vidriosos. No podía soportar la idea de que solo estuviera
la mitad de aquella tortilla. Me acompañaba un intenso ardor en
la nuca y una presión en las costillas. Entretanto, seguía mi paso firme e intentaba
pensar en otro asunto con el claro objetivo de recobrar la compostura. Miré a mi alrededor, toda la
gente estaba en los bares.
¿Y yo?
Yo me dirigía a casa. Me dirigía (inevitablemente)
hacia una cama, hacia un fuego y hacia un balcón sin abrir.
Los balcones están cerrados, la
gente se resguarda del frío en invierno.
Pero en la calle no, en la calle no
hay balcones.
ShZ.
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